Siempre hay dos versiones de la historia: la de quien la escribe, y la ¿verdad?.
Cara A – Cara B son reinterpretaciones de canciones populares. Una desde el punto de vista del narrador. La otra desde mi propia imaginación.
También os dejo un cuestionario de dos preguntas.
- ¿Cuál os convencería más en un juicio?
- ¿Qué canción es la que suena?
¡Os leo!
CARA A
Pocas veces me apetece salir un sábado. No aguanto la estridente música, ni los tocamientos involuntarios, ni el fulgor de las hormonas adolescentes, ni los cubatas. Pocas veces me apetece salir, en general.
Y a pesar de todo, soy un chaval bien fácil de convencer. Joan Jaque me ha comido la oreja para tomar unas copas en La Plaza, la última disco-bar de moda en el centro de Madrid. Me ha costado hacerme el remolón y ponerle mil excusas, porque realmente estaba dispuesto a echar el rato desde el minuto uno. Pero soy de los que piensan que no puedes dar tu brazo a torcer a la primera de cambio, así que he jugado un rato al poli malo. Cuando me he cansado, le he dicho:
“Pues vamos a La Plaza un rato, nos hacemos las risas y ya vemos. ¿Te parece?” Como si la idea hubiese sido mía.
Todo marchaba bien. No hacía un calor excesivo, la calle se prestaba al fumeteo y parecía que íbamos a escuchar un par de canciones antes de irnos a casa pronto. Pero de repente… pasó.
La vi a lo lejos, resplandeciendo como el filo de un cuchillo. Estaba sola. Llevaba un traje de lentejuelas de los 80, pasadísimo de moda. No distinguía ninguna de sus facciones porque se movía como lo haría alguien por primera vez: sin complejo, sin ataduras, a lo loco.
Una locura magnética.
¿Creía yo en el amor a primera vista? Por supuesto que no. Después de que mis padres se divorciaran cinco veces cada uno, ni siquiera pensaba que pudiera existir una media naranja.
¿Creía en el destino? Tampoco en exceso.
¿Creía en las oportunidades únicas y que sería un auténtico gilipollas si no me acercara a pedirle fuego antes de que algún otro gilipollas tomase la delantera?
Podría ser.
La confianza en uno mismo no era algo que brillase por su ausencia. Me movía bien entre la gente. Sabía qué decir y cuándo decirlo. Hablando de chatis, la cosa incluso mejoraba. Nunca había tenido ningún problema a la hora de ligar, así que dejé a Jean Paul con la palabra en la boca y fui directo a la pista de baile.
The Jacksons sonaban de fondo con su “Blame it on the boogie”. Quizá era eso lo que ella tenía. “El boogie”. Quería colarme entre sus movimientos de cadera y chocarnos al unísono. Mira que no soy de bailar, pero de repente necesitaba hacerlo con ella. Y me daba igual si era más tonta o más lista. Guapa o fea. Alta, delgada o retraída. Necesitaba sentir que su ritmo se metía por mi cuerpo y se apoderaba de mí.
Conforme me iba acercando empecé a sentir un miedo inmenso al fracaso, aunque eso no me achantó en absoluto. Seguí con mi whisky on the rocks hasta llegar al centro y empecé a contonearme de derecha a izquierda, ejercitando los pasos prohibidos, poniéndome a tono. Ella seguía a su rollo. Cada vez me sentía más atraído. Hasta que la toqué.
Fue un simple roce. Mi mano cerca su cadera.
Entonces me miró.
Sacó la navaja.
Y me la clavó.
CARA B
Las nenas me tuvieron que sacar a rastras de mi habitación para echar unos bailes en La Plaza. No tenía ganas, estaba demasiado herida y desquiciada para darle otra oportunidad al mundo de la noche. Pero lo hice.
En esta época no se hablaba de violencia de género, ni de acoso callejero, ni de abuso sexual. “Éramos libres”, decían las malas lenguas. No, no éramos libres. Éramos niñas pijas que lo habían tenido todo y no sabían vivir de otra manera que no fuera complaciendo a los hombres y reproduciendo los roles misóginos que veíamos en las películas. Pese a no tener consciencia alguna, desde hacía un tiempo me armaba cada fin de semana. Había vivido suficientes situaciones violentas como para ir preparada si la cosa se ponía fea. Por mí y por mis hermanas.
La Plaza estaba medio vacía o medio llena, según se quiera ver. Eso me puso de buen humor al instante, ya que significaba que tendríamos espacio para bailar y cantar a pleno pulmón sin soportar roces inoportunos. Yo, que con media copa ya me estoy echando unas risas, iba a por mi cuarto gintonic. Supongo que es el efecto de ahogar las penas: no pensar hace las cosas más sencillas.
Pero también te vuelve más torpe. Ciega. Y maníaca.
En el momento del incidente, no sabía dónde estaban mis amigas. Me puse a hacer aspavientos en lo que yo creía que era una danza espectacular. Desde fuera se debería ver ridículo, por eso me cuesta creer que alguien tuviera el valor de acercarse. El primer tanteo no me causó rechazo, iba tan bebida que solo veía sombras y movimientos fugaces. Pensé que era alguien cruzándose en mi camino para ir a pedir algo. Hasta puede que entonase un “que pase una buena noche”. Pero con cada minuto que pasaba, más incómoda me hacía sentir.
El tío no paraba de rozarme con la polla por detrás, de abalanzarse y de echarme el aliento agrio de la última cerveza que se había tomado. “Chati”, me llamaba. Una vez, dos veces, tres veces. Intenté deshacerme de él, pero mis fuerzas eran nulas: ni siquiera podía levantar la mirada. Hasta que hizo “eso”.
Y entonces tuve que armarme de valor.
Coger el cuchillo.
Y clavárselo.